A menudo se plantea la vida en los pueblos como si respondiera a dinámicas distintas de las ciudades, cuando, en realidad, las necesidades de sus habitantes son las mismas: servicios sanitarios, educación, empleo, comunicaciones, energía, ocio y oportunidades de progreso. No hay un “rural” y un “urbano” con exigencias distintas, sino ciudadanos que aspiran a vivir con dignidad allí donde han decidido establecerse.
¿Cerramos las fábricas en las ciudades?
¿Destruimos autovías y autopistas de cuatro o cinco carriles por sentido? ¿Los
puentes, faraónicas estaciones de tren o metro? ¿Cerramos los macro centros
comerciales y negamos permisos a las franquicias?
La diferencia está en los medios,
no en los fines. Y esos medios los marca, en gran medida, la economía: la
capacidad de generar actividad, atraer inversión y crear movimiento suficiente
para sostener los servicios básicos que mantienen la vida en cualquier
comunidad. Sin economía no hay impuestos, sin impuestos no hay servicios, y sin
servicios se resquebraja la posibilidad de que un territorio siga vivo.
Ya nadie se acuerda del pueblo de
pescadores que fue Benidorm, hoy destino turístico internacional de primer orden; o de aquella aldea almeriense como fue El Ejido, que se ha convertido en uno de los principales núcleos de
riqueza de España en pleno desierto, por poner algunos ejemplos más
significativos. O siguiendo un ejemplo más cercano, ¿alguien ha pensado qué pasaría si en Pozoblanco no estuviese Covap?
Por eso el debate sobre
innovación, lejos de ser secundario, es central: del acierto en cómo afrontemos
el cambio depende que el medio rural conserve su pulso o quede atrapado en la
nostalgia de un pasado que ya no existe.
La imagen de un cebadero de cerdos en pleno núcleo urbano del pueblo (TORRECAMPO AÑO 1952) nos recuerda de dónde venimos: instalaciones precarias, residuos sin depuración, exiguo control ambiental y sanitario. Aquel modelo fue útil en su contexto, pero hoy sería insostenible. Tan insostenible que desapareció, como también desaparecieron los pequeños ganaderos de vacuno de leche o de ovino. Sin innovación y adaptación a las nuevas exigencia legales (o de mercado, que es lo mismo) el resultado es muerte segura. Sin embargo, la memoria selectiva tiende a idealizarlo, transformando en bucólico lo que en realidad fue duro, insalubre y limitado.
Frente a ese pasado, el presente
nos ofrece un debate cargado de contradicciones. Se cuestiona la existencia de
macrogranjas, aun cuando estas deben cumplir exigencias medioambientales,
sanitarias y de bienestar animal que hace setenta años eran inimaginables. Lo
que ayer se aceptaba sin discusión hoy se somete a escrutinio, y lo paradójico
es que los mayores recelos surgen ante los avances que precisamente corrigen
los errores del pasado.
Toda innovación conlleva riesgos.
Las placas solares, que hoy asociamos a la sostenibilidad, también generan
residuos que habrá que reciclar; el amianto fue en su día un material
revolucionario antes de descubrirse sus efectos nocivos; el gasoil permitió un
salto en la movilidad y la mecanización, aunque hoy lo cuestionamos por su
contaminación; y durante generaciones los braseros de picón fueron una fuente
de calor tan cotidiana como peligrosa. ¿Renunciamos por ello a la energía
eléctrica, a los antibióticos, a la química que sostiene la medicina moderna,
al tratamiento de los residuos hospitalarios, a internet, o incluso a las
explotaciones intensivas de vacuno, aun cuándo llevan décadas contaminando acuíferos?
Cada avance ha traído consigo retos, pero también mejoras incuestionables en
calidad de vida, esperanza de vida y bienestar.
La innovación siempre despierta
miedo. Supone salir de la zona de confort y aceptar lo desconocido. Pero la
historia demuestra que no hay desarrollo sin asumir ese reto. No podemos viajar
en trenes de carbón mientras el mundo se mueve en ultrasonidos.
El progreso requiere valentía,
inversión y confianza en la ciencia. Innovar no significa olvidar lo aprendido,
sino hacerlo mejor. Significa producir con responsabilidad, generar riqueza sin
comprometer el entorno y garantizar que las próximas generaciones vivan en un
mundo más avanzado y sostenible que el que heredamos.
Y no olvidemos lo cercano, lo que
se nota en el día a día: más impuestos para sostener al municipio, alquiler de
viviendas para quienes llegan a trabajar, dos o tres empleos que dan
estabilidad a familias, movimiento en el transporte, menús servidos en restaurantes,
repostajes en estaciones de servicio, compras en el comercio local, idas y
venidas de camiones, veterinarios, técnicos y proveedores. Eso es vida, eso es
dinamismo. Porque en el trapicheo está la ganancia, y en cada poco que se mueva
late la esperanza de que un pueblo siga vivo.
Innovar es atreverse a no morir
de nostalgia. Es apostar por el futuro con la convicción de que quedarse quieto
no es conservar, sino desaparecer.
Porque la verdadera amenaza no es innovar: es quedarse atrás.
(Esta entrada no pretende ser una crítica, sino una opinión abierta sobre el futuro del desarrollo rural, evitando ser pretenciosa)
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