martes, 2 de septiembre de 2025

Cuando la prisa nos roba el sabor.









Esta tarde, sentado en el patio, he merendado, sin prisa, en el sosiego de una tarde de verano cada vez más corta y silenciosa, uvas recién cortadas de la parra.
Quien se lleva un racimo a la boca sabe que tarde o temprano aparecerán las pepitas. Y es esa mínima dificultad —ese obstáculo diminuto que nos obliga a masticar con precaución— la que nos invita a frenar, a detenernos en el sabor, a prolongar el placer del fruto. No se trata solo de alimentarnos, sino de vivir un pequeño rito, en el que la lentitud y la paciencia tienen sentido.
De pronto me han venido a la mente las uvas sin pepitas, cada vez más populares, creadas para que podamos engullirlas con rapidez, como si la naturaleza tuviera que adaptarse a nuestro ritmo apresurado. No exigen pausa, ni esfuerzo, ni contemplación: están pensadas para el consumo inmediato, para un tiempo en el que incluso comer debe hacerse deprisa.
Vivimos rodeados de urgencias. Los niños corren cada mañana para llegar puntuales al colegio, con mochilas pesadas y agendas repletas de actividades extraescolares. Los jóvenes sienten la presión de rendir en los estudios, de cumplir plazos, de estar siempre disponibles en el mundo digital, respondiendo mensajes y notificaciones a cualquier hora. Los adultos encadenan reuniones, trabajos pendientes, citas sociales que se convierten en compromisos, viajes contrarreloj. Incluso la vejez, que debería ser espacio de sosiego y contemplación, se ve atrapada por la prisa: hay que ir al médico, hacer gestiones, cumplir con el ritmo impuesto por los demás.
La sociedad actual parece haber convertido la rapidez en valor absoluto. Todo debe hacerse ya, todo debe responderse al instante, todo se mide en función de la productividad. La lentitud, en cambio, se percibe como un defecto: quien se detiene, estorba; quien se retrasa, fracasa. Sin embargo, al vivir de este modo vamos perdiendo algo esencial: la capacidad de saborear lo que ocurre, de dejarnos afectar por lo vivido, de aprender de la experiencia.
El final del verano es un buen momento para detenernos en esta reflexión. Durante las vacaciones muchos hemos recuperado, aunque sea por unas semanas, el ritmo más humano de las uvas con pepitas: levantarse sin despertador, conversar sin mirar el reloj, pasear sin rumbo, sentarse bajo una sombra sin más tarea que contemplar el horizonte. Pero septiembre nos devuelve al vértigo de lo inmediato, y con él la tentación de volver a tragar las uvas sin semillas, una tras otra, como hacemos en Nochevieja: deprisa, casi sin aire, con la ilusión de un nuevo comienzo, pero sin haber aprendido nada del camino anterior.
Quizá la verdadera madurez consista en recuperar ese otro ritmo, el de la parra y sus frutos. No se trata de vivir en la lentitud artificial, ni de rechazar el dinamismo propio de nuestra época. Se trata de no dejar que la prisa lo ocupe todo. De encontrar espacios en los que el tiempo se ensanche, en los que el instante se viva con plenitud. Espacios en los que un niño pueda jugar sin calendario, un adulto pueda trabajar con concentración y no con ansiedad, un anciano pueda sentarse sin prisa a recordar.
Las pepitas de la uva, al obligarnos a detenernos, nos recuerdan que la vida no es solo tránsito, sino también permanencia. Que necesitamos ritmo, sí, pero un ritmo humano: sin pausa, pero sin prisa.
Ese es, quizá, el mensaje que nos deja el final del verano: aprender a vivir como quien saborea un racimo de uvas con pepitas.

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