domingo, 28 de septiembre de 2025

Entre la dehesa y la mina: memoria minera de Torrecampo

 


Pozo de la Mina Angelita


La minería constituye uno de los capítulos menos estudiados, pero más significativos en la historia económica de Torrecampo y de la comarca de Los Pedroches. Aunque la imagen tradicional de este territorio está vinculada a la ganadería, la agricultura de secano y el aprovechamiento de dehesas, los testimonios documentales y materiales evidencian una prolongada actividad minera que hunde sus raíces en época antigua.

En el siglo XVI ya se registran explotaciones en la zona. Un ejemplo destacado es el acta de 1574 en la que se consigna una mina de estaño en la Cañada del Herrero, citada por Nicasio Antón del Valle en su Minero Español. Este registro conecta Torrecampo con la política minera de la Corona, que, bajo Felipe II, trató de sistematizar el control y aprovechamiento de los recursos mineros para responder a la demanda creciente de metales estratégicos.

Durante la Edad Moderna y la Edad Contemporánea, la riqueza geológica de Torrecampo —situado en la transición entre la penillanura del Valle de los Pedroches y las estribaciones de Sierra Morena— fue objeto de sucesivas prospecciones. Su localización en el contacto entre terrenos graníticos y paleozoicos favoreció la aparición de minerales de plomo argentífero, cobre, estaño, volframio, uranio y vanadio, entre otros.

El ingeniero de minas Antonio Carbonell Trillo Figueroa, en 1928, recogió en su Catálogo de las minas de Córdoba un detallado inventario de enclaves mineros de Torrecampo, algunos ya abandonados y otros apenas en fase de prospección. Su enumeración no solo constituye un repertorio geológico, sino también un testimonio del interés que en el primer tercio del siglo XX despertaban los recursos estratégicos como el tungsteno o el uranio, en un contexto marcado por la Primera Guerra Mundial y las tensiones de la posguerra.



Fragmento de Minero Español de Nicasio Antón del Valle (1841)

El estudio de la minería en Torrecampo permite, por tanto, comprender:

  • La integración de este municipio en los circuitos históricos de explotación minera de Sierra Morena.
  • La coexistencia entre economía agroganadera y actividad extractiva en Los Pedroches.
  • La persistencia de la memoria toponímica, pues muchos de los parajes mineros citados (Las Torcas, Cerro Gordo, Navaluenga, Carboneras, etc.) siguen identificándose en el paisaje actual.

Así, el caso de Torrecampo constituye un ejemplo singular de cómo la minería, aunque nunca alcanzó un desarrollo industrial comparable al de otras zonas de Sierra Morena, formó parte esencial de su patrimonio histórico, económico y cultural.

 

Vista parcial del complejo minero de Las Torcas.


A continuación, se reproduce el contenido, con una redacción actualizada y notas aclaratorias.

“Escoriales cobrizos

Se han señalado en el Cerro de las Herrerías (denominación ya de por sí elocuente)

Estaño

Don Nicasio Antón del Valle, en su Minero Español, refiere que en Torrecampo, jurisdicción de Córdoba, el 1º de noviembre de 1574 se registró una mina de estaño en la Cañada del Herrero, en una viña.

Señala también Carbonell que se recogieron muestras de estaño en la mina “Eureka”, situada en la Dehesa Nueva, cortijo de Villagordo, en la zona de contacto entre granito y pizarra; y en la mina “Eureka 2ª”, colindante con la anterior.

Níquel

El níquel, mineral asociado al bismuto, se ha reconocido en:

Mina “San José”, en Las Rozuelas, al norte de la casa de Carboneras y al sur del río Navaluenga.

Mina “Felicidad”, cercana al pueblo.

Mina de bismuto “Angelita”.

Pegmatitas

Los filones de pegmatita, importantes en minería por las sustancias raras que suelen contener, aparecen con frecuencia en la línea de contacto entre granito y pizarras, cortando normalmente a éstas; en ocasiones también en vetas intercaladas en las pizarras.

Las pegmatitas turmaliníferas se localizan:

En el camino del Horcajo, a un kilómetro del pueblo.

En la subida del río Navaluenga hacia el camino de Conquista (Barehonas).

En la mina “Princesa”.

 Pirita de hierro

Sin interés industrial. Se ha observado en la mina “San Jaime” y en la mina de plata “Las Torcas”.

 Plata

Los minerales de plomo de la zona de Torrecampo acusan con frecuencia alta ley en plata. Ejemplos:

Mina “Andresito”, en el límite con El Guijo.

Mina “San José”, en Cabezadas (1 y 2).

Cerro Gordo de los Cabezos, junto a Las Torcas, en el camino de éstas a Torrecampo.

Las minas de Las Torcas, situadas en terrenos paleozoicos y graníticos, presentan labores antiguas. El filón parece orientado al N. 22º E., cortando el río Guadalmez y penetrando en la provincia de Ciudad Real, hacia el molino de la Jurada y la fuente del Escuerzo.

En tierras de Arriba se constata alta ley en plata y plata nativa. Se exploró allí un pozo de 7 m.

Otras minas de plata-plomo mencionadas son:

“El Guadamora”, camino de la huerta de Galleguito, arroyo de Las Torcas (pozo de 25 m).

“Las Torcas Segundas”, colindante con Las Torcas, junto al río Guadalmez y el molino de la Jurada.

Plomo

Numerosos enclaves del término de Torrecampo han ofrecido indicios de galena:

 Cerro Gordo de los Cabezos (Umbría): calicata en terreno de D. Juan Santofimia.

Dehesa Nueva, arroyo de Guadamora: crestón de Cañantrillo (Cañada del trillo) en el contacto del cambriano y el granito.

Caballeras, arroyo de Chorreros: minas “Te Veo”, “San José” y “Te Miro”, en el camino de Torrecampo a Las Torcas.

Vuelta de la Herradura, arroyo de la Jurada: plomo asociado al cobre.

Dehesa Vieja: zanja de 10 m sobre un criadero en forma de filón con rumbo NE y buzamiento de 70º; potencia 0,50 m; galena con cuarzo y caliza; pozo de 4 m en granito.

Otros puntos señalados: Pozo Ancho y de las Juradas (camino del Guijo), Laguna del Ladillo, Hornero, Molinero, arroyo de Santa María, Rozuelas, arroyo del Coto, Quinto de Fresnadillas, cerro del Alcornocal, Toriles de Cañada Herrero, Rivera, Pozo de Perfecto, callejón Zorrero, huerta del Rico, Dehesa de Salitrares, Los Rubiales, arroyo del Prado, Tres Cruces, Navaherodes, Quiñones, Ejido de Torrecampo y Ropereza.

Otros registros notables:

Mina “Mercedes”, en el camino de El Guijo.

Mina “Angelito”, en Los Batanejos y arroyo de Navalahacienda.

Mina “Andresito”, en el arroyo de La Matanza.

Peñas del Agua: calicata de 5 m sobre filón silíceo con rumbo E. 16º N.

Tungsteno (Volframio)

El volframio se halló en la mina “Princesa”, en Carboneras, camino de Torrecampo a Conquista, al sur del río Navaluenga. Carbonell señala la probabilidad de nuevos descubrimientos en el futuro.

Uranio

Se han citado sales de uranio —minerales radiactivos— en la mina “Felicidad”, al este, y en las inmediaciones de la mina “San Jaime” y del pueblo de Torrecampo. El autor recuerda que los minerales de bismuto de esta zona, o acaso sus gangas, presentan radiactividad.

Vanadio

Asociado al plomo, se ha encontrado en la mina “Andresito”, en el límite con el término de El Guijo.”


martes, 23 de septiembre de 2025

Una imagen de la Virgen de Veredas en manos de la reina Sofía.

 

Recorte ABC 2/06/1982

Allí donde haya un torrecampeño, también está presente Torrecampo. 

Nuestro pueblo se lleva en la sangre y en el corazón, y se muestra con orgullo en cualquier rincón del mundo, ya sea en el día a día o en las ocasiones más solemnes. 

Para muchos, “Torrecampo es bandera” y así lo sienten quienes, lejos de ocultar sus raíces, las comparten con nobleza. 

No hay gesto más hermoso que llevar el nombre y las raíces de nuestro pueblo allí donde la vida nos coloque.

Un curioso ejemplo  tuvo lugar el 2 de junio de 1982 en el Parque del Retiro de Madrid. Ese día, los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía inauguraban la I Feria del Libro de Madrid, un acontecimiento cultural de alcance nacional. Entre saludos, aplausos y obsequios, una mujer de Torrecampo se abrió paso con una misión muy especial: entregar a la Reina Sofía una imagen de la Virgen de Veredas, patrona del pueblo.

El diario ABC se hizo eco de la inauguración y del obsequio a la Reina de una imagen de la Virgen de Veredas. 

CULTURA Y SOCIEDAD


Adquirieron algunos de los ejemplares más vendidos de la muestra


Los Reyes inauguraron la I Feria del Libro de Madrid

MADRID. Sus Majestades los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía inauguraron en la tarde de ayer la I Feria del Libro de Madrid, que se abrió al público el pasado día 28 en el Parque del Retiro de la capital, organizada por la Comisión interministerial de editores, libreros y distribuidores bajo el patrocinio del Ayuntamiento de Madrid.

A su llegada, los Reyes fueron recibidos por la ministra de Cultura, Soledad Becerril; el delegado del Gobierno, Enrique Tierno Galván; el director general de Promoción del Libro y Cinematografía, Matías Vallés, así como por los organizadores de la muestra. Tras escuchar el Himno Nacional, interpretado por la Banda Municipal, los Reyes recorrieron las 233 casetas que componen la feria.

En todo momento el público no dejó de aplaudir a los Reyes y vitorearlos.

También a lo largo del recorrido los Reyes no dejaron de recibir diversas muestras de afecto por parte del público asistente, así como por parte de los libreros, editores, escritores, etc.

Así, una madre, llevando en sus brazos a una niña, se acercó a la Reina mientras vitoreaba el nombre de los Monarcas. Doña Sofía agradeció el gesto con un beso a la pequeña.

Otra señora se acercó a la Reina y le entregó una imagen de la Virgen de la(s) Vereda(s), Patrona de Torrecampo (Córdoba). La Soberana lo agradeció. La señora comentó: «Qué alegría, ha podido saludar a la Reina y entregarle una imagen de la Virgen de la(s) Vereda(s).»


lunes, 22 de septiembre de 2025

El pasado que idealizamos y el futuro que necesitamos.




 El Cebadero, Torrecampo año 1952.
(Fotografía tomada de la revista El Celemín y 
coloreada mediante IA)


A menudo se plantea la vida en los pueblos como si respondiera a dinámicas distintas de las ciudades, cuando, en realidad, las necesidades de sus habitantes son las mismas: servicios sanitarios, educación, empleo, comunicaciones, energía, ocio y oportunidades de progreso. No hay un “rural” y un “urbano” con exigencias distintas, sino ciudadanos que aspiran a vivir con dignidad allí donde han decidido establecerse.

¿Cerramos las fábricas en las ciudades? ¿Destruimos autovías y autopistas de cuatro o cinco carriles por sentido? ¿Los puentes, faraónicas estaciones de tren o metro? ¿Cerramos los macro centros comerciales y negamos permisos a las franquicias?

La diferencia está en los medios, no en los fines. Y esos medios los marca, en gran medida, la economía: la capacidad de generar actividad, atraer inversión y crear movimiento suficiente para sostener los servicios básicos que mantienen la vida en cualquier comunidad. Sin economía no hay impuestos, sin impuestos no hay servicios, y sin servicios se resquebraja la posibilidad de que un territorio siga vivo.

Ya nadie se acuerda del pueblo de pescadores que fue Benidorm, hoy destino turístico internacional de primer orden; o de aquella aldea almeriense como fue El Ejido, que se ha convertido en uno de los principales núcleos de riqueza de España en pleno desierto, por poner algunos ejemplos más significativos. O siguiendo un ejemplo más cercano, ¿alguien ha pensado qué pasaría si en Pozoblanco no estuviese Covap?

Por eso el debate sobre innovación, lejos de ser secundario, es central: del acierto en cómo afrontemos el cambio depende que el medio rural conserve su pulso o quede atrapado en la nostalgia de un pasado que ya no existe.

La imagen de un cebadero de cerdos en pleno núcleo urbano del pueblo (TORRECAMPO AÑO 1952) nos recuerda de dónde venimos: instalaciones precarias, residuos sin depuración, exiguo control ambiental y sanitario. Aquel modelo fue útil en su contexto, pero hoy sería insostenible. Tan insostenible que desapareció, como también desaparecieron los pequeños ganaderos de vacuno de leche o de ovino. Sin innovación y adaptación a las nuevas exigencia legales (o de mercado, que es lo mismo) el resultado es muerte segura.  Sin embargo, la memoria selectiva tiende a idealizarlo, transformando en bucólico lo que en realidad fue duro, insalubre y limitado.

Frente a ese pasado, el presente nos ofrece un debate cargado de contradicciones. Se cuestiona la existencia de macrogranjas, aun cuando estas deben cumplir exigencias medioambientales, sanitarias y de bienestar animal que hace setenta años eran inimaginables. Lo que ayer se aceptaba sin discusión hoy se somete a escrutinio, y lo paradójico es que los mayores recelos surgen ante los avances que precisamente corrigen los errores del pasado.

Toda innovación conlleva riesgos. Las placas solares, que hoy asociamos a la sostenibilidad, también generan residuos que habrá que reciclar; el amianto fue en su día un material revolucionario antes de descubrirse sus efectos nocivos; el gasoil permitió un salto en la movilidad y la mecanización, aunque hoy lo cuestionamos por su contaminación; y durante generaciones los braseros de picón fueron una fuente de calor tan cotidiana como peligrosa. ¿Renunciamos por ello a la energía eléctrica, a los antibióticos, a la química que sostiene la medicina moderna, al tratamiento de los residuos hospitalarios, a internet, o incluso a las explotaciones intensivas de vacuno, aun cuándo llevan décadas contaminando acuíferos? Cada avance ha traído consigo retos, pero también mejoras incuestionables en calidad de vida, esperanza de vida y bienestar.

La innovación siempre despierta miedo. Supone salir de la zona de confort y aceptar lo desconocido. Pero la historia demuestra que no hay desarrollo sin asumir ese reto. No podemos viajar en trenes de carbón mientras el mundo se mueve en ultrasonidos.

El progreso requiere valentía, inversión y confianza en la ciencia. Innovar no significa olvidar lo aprendido, sino hacerlo mejor. Significa producir con responsabilidad, generar riqueza sin comprometer el entorno y garantizar que las próximas generaciones vivan en un mundo más avanzado y sostenible que el que heredamos.

Y no olvidemos lo cercano, lo que se nota en el día a día: más impuestos para sostener al municipio, alquiler de viviendas para quienes llegan a trabajar, dos o tres empleos que dan estabilidad a familias, movimiento en el transporte, menús servidos en restaurantes, repostajes en estaciones de servicio, compras en el comercio local, idas y venidas de camiones, veterinarios, técnicos y proveedores. Eso es vida, eso es dinamismo. Porque en el trapicheo está la ganancia, y en cada poco que se mueva late la esperanza de que un pueblo siga vivo.

Innovar es atreverse a no morir de nostalgia. Es apostar por el futuro con la convicción de que quedarse quieto no es conservar, sino desaparecer.
Porque la verdadera amenaza no es innovar: es quedarse atrás.


(Esta entrada no pretende ser una crítica, sino una opinión abierta sobre el futuro del desarrollo rural, evitando ser pretenciosa)

viernes, 5 de septiembre de 2025

Repensar el medio rural


La transformación de los pequeños pueblos no es solo una aspiración, es una necesidad vital. El sistema productivo tradicional, basado casi en exclusiva en la agricultura y la ganadería, ha sido durante siglos el motor de estas comunidades, pero hoy resulta insuficiente para sostener y atraer a las nuevas generaciones. Las cifras de despoblación, el envejecimiento progresivo y el cierre de servicios básicos son síntomas de un modelo que se agota.


No se trata de renegar de nuestra herencia rural, sino de reconocer que la realidad socioeconómica actual exige un replanteamiento profundo. Mantener intacto un esquema que ya no genera empleo ni perspectivas de futuro condena a los pueblos a una lenta desaparición. Para revertir esta tendencia es imprescindible abrirse al desarrollo, a la innovación y a la diversificación económica: pequeñas industrias, turismo de calidad, energías renovables, economía digital, formación y apoyo al emprendimiento local.

El cambio requiere, además, un marco normativo y una visión política que entiendan que el medio rural no es un museo ni un decorado, sino un espacio habitado que necesita vida, servicios, conectividad, oportunidades y certezas. Hablar de equilibrio no puede quedarse en un eslogan; debe significar respetar la legislación ambiental y los valores naturales sin olvidar que el ser humano tiene también derecho a desarrollarse.

La paradoja es evidente: muchos campos y tierras quedan abandonados porque ya no resultan rentables, pero se bloquean proyectos que podrían darles un nuevo uso bajo la premisa de mantenerlos “intactos”. Sin rentabilidad, sin innovación, sin oportunidades, las personas se marchan; y cuando un pueblo pierde población, se pierde también patrimonio cultural, memoria y tejido social.

Proteger la naturaleza es esencial, pero igual de esencial es crear un hábitat digno para las personas que deciden vivir en él. Servicios sanitarios, educación, conectividad digital, infraestructuras adecuadas, incentivos al emprendimiento y a la inversión son condiciones mínimas para fijar población y garantizar un futuro.

Renunciar al progreso en nombre de un entorno “impoluto” nos lleva a un callejón sin salida: paisajes vacíos, casas cerradas, tradiciones olvidadas. Un medio rural sin gente termina perdiendo también su esencia natural, porque sin quien lo cuide, el abandono y la degradación avanzan.

El verdadero reto consiste en reconciliar naturaleza y desarrollo humano. No se trata de elegir entre una u otra, sino de diseñar un modelo donde ambas coexistan, generando riqueza y bienestar sin comprometer el futuro ambiental. Solo así los pequeños pueblos podrán dejar de ser territorios en declive para convertirse en lugares de oportunidad, donde sea posible crecer, formar una familia y proyectar un futuro.

martes, 2 de septiembre de 2025

Cuando la prisa nos roba el sabor.









Esta tarde, sentado en el patio, he merendado, sin prisa, en el sosiego de una tarde de verano cada vez más corta y silenciosa, uvas recién cortadas de la parra.
Quien se lleva un racimo a la boca sabe que tarde o temprano aparecerán las pepitas. Y es esa mínima dificultad —ese obstáculo diminuto que nos obliga a masticar con precaución— la que nos invita a frenar, a detenernos en el sabor, a prolongar el placer del fruto. No se trata solo de alimentarnos, sino de vivir un pequeño rito, en el que la lentitud y la paciencia tienen sentido.
De pronto me han venido a la mente las uvas sin pepitas, cada vez más populares, creadas para que podamos engullirlas con rapidez, como si la naturaleza tuviera que adaptarse a nuestro ritmo apresurado. No exigen pausa, ni esfuerzo, ni contemplación: están pensadas para el consumo inmediato, para un tiempo en el que incluso comer debe hacerse deprisa.
Vivimos rodeados de urgencias. Los niños corren cada mañana para llegar puntuales al colegio, con mochilas pesadas y agendas repletas de actividades extraescolares. Los jóvenes sienten la presión de rendir en los estudios, de cumplir plazos, de estar siempre disponibles en el mundo digital, respondiendo mensajes y notificaciones a cualquier hora. Los adultos encadenan reuniones, trabajos pendientes, citas sociales que se convierten en compromisos, viajes contrarreloj. Incluso la vejez, que debería ser espacio de sosiego y contemplación, se ve atrapada por la prisa: hay que ir al médico, hacer gestiones, cumplir con el ritmo impuesto por los demás.
La sociedad actual parece haber convertido la rapidez en valor absoluto. Todo debe hacerse ya, todo debe responderse al instante, todo se mide en función de la productividad. La lentitud, en cambio, se percibe como un defecto: quien se detiene, estorba; quien se retrasa, fracasa. Sin embargo, al vivir de este modo vamos perdiendo algo esencial: la capacidad de saborear lo que ocurre, de dejarnos afectar por lo vivido, de aprender de la experiencia.
El final del verano es un buen momento para detenernos en esta reflexión. Durante las vacaciones muchos hemos recuperado, aunque sea por unas semanas, el ritmo más humano de las uvas con pepitas: levantarse sin despertador, conversar sin mirar el reloj, pasear sin rumbo, sentarse bajo una sombra sin más tarea que contemplar el horizonte. Pero septiembre nos devuelve al vértigo de lo inmediato, y con él la tentación de volver a tragar las uvas sin semillas, una tras otra, como hacemos en Nochevieja: deprisa, casi sin aire, con la ilusión de un nuevo comienzo, pero sin haber aprendido nada del camino anterior.
Quizá la verdadera madurez consista en recuperar ese otro ritmo, el de la parra y sus frutos. No se trata de vivir en la lentitud artificial, ni de rechazar el dinamismo propio de nuestra época. Se trata de no dejar que la prisa lo ocupe todo. De encontrar espacios en los que el tiempo se ensanche, en los que el instante se viva con plenitud. Espacios en los que un niño pueda jugar sin calendario, un adulto pueda trabajar con concentración y no con ansiedad, un anciano pueda sentarse sin prisa a recordar.
Las pepitas de la uva, al obligarnos a detenernos, nos recuerdan que la vida no es solo tránsito, sino también permanencia. Que necesitamos ritmo, sí, pero un ritmo humano: sin pausa, pero sin prisa.
Ese es, quizá, el mensaje que nos deja el final del verano: aprender a vivir como quien saborea un racimo de uvas con pepitas.