(...)
El problema de mi padre es precisamente este, que nunca conoció los límites. Su vida ha sido un continuo subir la cuesta. No ha tenido ni un solo momento de tranquilidad desde el día aquel, posiblemente verano, en que a su padre, el abuelo Lopera, lo avisó un buen amigo de que iba a correr la misma suerte que el hermano, recién ahorcado por los falangistas del pueblo.
Aquel día se puso a caminar toda la familia de mi abuelo, y su hijo Antonio, mi padre, todavía no se ha detenido. Hacían el camino el abuelo Lopera, la abuela Fidela con un niño en brazos, la tía Julia y mi padre, niños aún los dos. Se fueron con lo puesto del pueblo, Torrecampo, Córdoba, y de la casa familiar, que todos llamaban en el pueblo La casita de papel por su humildad. Apenas unas alpargatas protegían sus pies de las arideces del camino. Consiguieron llegar hasta Madrid y sobrevivieron apenas con lo que podían espigar en las huertas, camino adelante.Corría el año 1949. Huían de la miseria y huían de la represión. Pero no era tan fácil dejar atrás todo un mundo de desgracias, que había comenzado con la guerra, en la que quemó su juventud el abuelo. Y no era fácil salir adelante en la posguerra si, además, eras perseguido. En la casita de papel se vivía muy pobremente. A la abuela Fidela, cuando amamantaba al tercer hijo, el mismo que hizo el viaje hasta Madrid en sus brazos, se le comenzó a ennegrecer el pezón. Y la boca del niño se ponía morada cuando mamaba. Aquello era un misterio, el médico no se lo explicaba.
Fue mi abuelo el que terminó resolviendo el enigma. Comenzó a sospechar y echó harina una noche en torno a la cama. A la mañana siguiente descubrió el rastro de una culebra. La esperó la noche siguiente. Volvió la culebra y con una hoz la mató.
El médico diagnosticó que la culebra mamaba del pecho de la abuela y que, para que el niño no llorase, le metía el rabo en la boquita.
Este niño termino muriendo al día siguiente de llegar toda la familia a Madrid, después de las mil penalidades del camino, en una casa de acogida que regentaban unas monjas. La madre se había alimentado durante casi un mes de melones, sandías, uvas, lo que encontraban en el campo.
Mi padre Antonio tenía siete años cumplidos, aquel verano de la huida. Cuando la familia llegó a Madrid, él se puso a buscar chatarra con su hermana Julia. No solo encontraban clavos, también servían los huesos, de lo que fuera, de perro o de oveja o de cualquier otro animal. Todo se lo compraba el trapero.
Desde entonces mi padre no ha parado de trabajar. Nunca tuvo oportunidad de ir a la escuela. Todo lo que sabe lo aprendió en la calle, trabajando. Hacía de todo, desde limpiar cristales hasta ayudar al abuelo de albañil. Aprendió por fin el oficio de pintor y a ello se ha dedicado toda la vida desde entonces.
Y se pasó la mili cantando en Fuencarral y en El Goloso. Mi padre cantaba muy bien, tanto que tuvo hasta ofertas para grabar algún disco, pero mi madre no estaba por la labor de ser la mujer de un famoso. Es por esto que sus hijas, yo incluida, somos las hijas del pintor, no las hijas del Fary.
El problema de mi padre es precisamente este, que nunca conoció los límites. Su vida ha sido un continuo subir la cuesta. No ha tenido ni un solo momento de tranquilidad desde el día aquel, posiblemente verano, en que a su padre, el abuelo Lopera, lo avisó un buen amigo de que iba a correr la misma suerte que el hermano, recién ahorcado por los falangistas del pueblo.
Aquel día se puso a caminar toda la familia de mi abuelo, y su hijo Antonio, mi padre, todavía no se ha detenido. Hacían el camino el abuelo Lopera, la abuela Fidela con un niño en brazos, la tía Julia y mi padre, niños aún los dos. Se fueron con lo puesto del pueblo, Torrecampo, Córdoba, y de la casa familiar, que todos llamaban en el pueblo La casita de papel por su humildad. Apenas unas alpargatas protegían sus pies de las arideces del camino. Consiguieron llegar hasta Madrid y sobrevivieron apenas con lo que podían espigar en las huertas, camino adelante.Corría el año 1949. Huían de la miseria y huían de la represión.
Fue mi abuelo el que terminó resolviendo el enigma. Comenzó a sospechar y echó harina una noche en torno a la cama. A la mañana siguiente descubrió el rastro de una culebra. La esperó la noche siguiente. Volvió la culebra y con una hoz la mató.
El médico diagnosticó que la culebra mamaba del pecho de la abuela y que, para que el niño no llorase, le metía el rabo en la boquita.
Este niño termino muriendo al día siguiente de llegar toda la familia a Madrid, después de las mil penalidades del camino, en una casa de acogida que regentaban unas monjas. La madre se había alimentado durante casi un mes de melones, sandías, uvas, lo que encontraban en el campo.
Mi padre Antonio tenía siete años cumplidos, aquel verano de la huida. Cuando la familia llegó a Madrid, él se puso a buscar chatarra con su hermana Julia. No solo encontraban clavos, también servían los huesos, de lo que fuera, de perro o de oveja o de cualquier otro animal. Todo se lo compraba el trapero.
Desde entonces mi padre no ha parado de trabajar. Nunca tuvo oportunidad de ir a la escuela. Todo lo que sabe lo aprendió en la calle, trabajando. Hacía de todo, desde limpiar cristales hasta ayudar al abuelo de albañil. Aprendió por fin el oficio de pintor y a ello se ha dedicado toda la vida desde entonces.
Y se pasó la mili cantando en Fuencarral y en El Goloso. Mi padre cantaba muy bien, tanto que tuvo hasta ofertas para grabar algún disco, pero mi madre no estaba por la labor de ser la mujer de un famoso. Es por esto que sus hijas, yo incluida, somos las hijas del pintor, no las hijas del Fary.
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